sábado, 8 de septiembre de 2018

EL HELADO DE VAINILLA DE FEDERICO MARTÍN BAHAMONTES



Debo a mi abuelo mi devoción por el ciclismo y las numerosas anécdotas que me contaba que no hacían sino avivar ese fuego que yo sentía por aquellos héroes a los que no vi correr, pero que sentí sus victorias como si hubiera estado allí. De todas las anécdotas, recuerdo una con especial cariño. Ahí va.

         Resulta que Bahamontes estaba escalando, en 1954,  el Col de Romyère y que el toledano llegó a la cima con una ventaja más que sobrada en minutos sobre el primero de sus perseguidores. De pronto, don Federico, genio y figura,  se  come tranquilamente un helado de vainilla. Aquello vertió ríos de tinta: unos decían que era un acto imperdonable de chulería por parte del español; otros, que su actitud caía en el desprecio y que, en parte, era poco deportiva; otros lo achacaban al temperamento fogoso y apasionado del ciclista. Entre estos últimos se encontraba mi abuelo que veía, en esa acción, toda una demostración de la superioridad como escalador de su mito.

         Bueno,  pues hasta ahí la anécdota y para esclarecer lo que de verdad hay en ello (la verdad es que la noticia se fue inflando y hay por ahí algunas informaciones que dicen que lo que se sentó a comer Bahamontes no fue un helado sino un pollo asado) he seguido a Gerardo Fuster, amigo personal y testigo de lo que pasó.

         En la subida, Bahamontes había notado cómo se le partían algunos radios de la rueda trasera y decidió esperar al coche de apoyo que conducía, ni más ni menos, que el jefe de la selección española, Julián Berrendero, el “negro de los ojos azules”. Era una locura bajar el puerto con una rueda desequilibrada y Federico decidió esperar al coche de la selección. En algunas variantes del suceso se dice que el toledano se acercó al vendedor y que, con los dedos, pues no sabía francés, le dijo que quería “deux boules”. Sin embargo, Fuster, que reconoce la presencia del vendedor de helados en el puerto, nos dice que no fue Bahamontes el que se acercó y pidió los helados, sino que fue un aficionado el que le ofreció el famoso helado de vainilla. El resto es coincidente: el toledano, con la bicicleta apoyada en el bordillo, cogió aquel helado y, con toda la tranquilidad del mundo, se lo tomó. Por cierto, que la etapa no la ganó él, sino Lucien Lazaridès porque, a la larga, acabaron dando caza al “águila”. No quisiera dejar de deciros que Bahamontes vive todavía en su Toledo natal con 90 años al igual que Bernardo Ruiz, el corredor de Orihuela, que “servía” a Jesús Loroño, el “eterno rival  bilbaíno” en las carreteras y hasta en los despachos federativos,  del héroe toledano. Siento si la entrada no me ha quedado tan bien como merecía Federico Martín Bahamontes, pero para poder narrar aquellas gestas se necesita ser un Píndaro y un servidor no pasa de ser un filólogo clásico del montón.

         Por cierto, que la imagen que os pongo no tiene desperdicio pues los motoristas van sin cascos, Bahamontes tampoco lleva protección alguna (ni siquiera una gorrilla de ciclista) y el agua que se va echando por la cabeza sale de una botella que parece de Cointreau. ¡Qué tiempos aquellos!

 

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