domingo, 20 de marzo de 2022

CÉSAR PÉREZ DE TUDELA, EL BARÓN DE LAS PALABRAS BIEN ESCRITAS

 


Dejadme que hoy os hable de César Pérez de Tudela, ese gran montañero que las generaciones actuales no conocen. Conocí a César hace muchos años cuando decir su nombre era decir montañismo. Había salido en la televisión, en aquella única televisión en blanco y negro que se veía en  todas las casas de España, y su fama fue muy grande. Sin embargo, es de justicia decir que, antes de salir por la “teklle”,  en el mundo de la montaña, ya tenía en su mochila muchas escaladas y muchas primeras vías en España y fuera de España. Su nombre me sonaba como nos sonaba a todos los españolitos que nacimos en los años sesenta. Os sigo contando. Aproximadamente con trece años, me cogí la guía de teléfonos de Madrid y busqué su nombre: me encontré una dirección en la calle de Alcántara y lo llamé. César me dejó su libro Mis líos en la portería de esa casa y fui a buscarlo con mis padres. Entré con tanta veneración en aquel portal como don Gaiferos de Mormaltán en Santiago de Compostela y volvía al coche de mi padre con un sobre marrón en donde estaba su libro dedicado.  Ese libro lo leí y lo releí aprendiéndome casi de memoria sus expediciones y sus líos con la Federación Española de Montañismo que regentaba por entonces José Antonio Odriozola, ese gran cántabro al que le debemos, entre otras cosas, el teleférico de Fuente De. Unos años después, en mi primer viaje a Picos de Europa, paró mi padre en la Venta Pepín que se anunciaba con aquel rótulo de “¡Atención! ¡Buen vino y buen jamón!” y en el expositor de postales había una de Pérez de Tudela que nos daba la bienvenida a los Picos. Por supuesto que la compré al instante. Vinieron otros libros y otras aventuras y Pérez de Tudela era mi “héroe”, aquel montañero al que quería imitar cuando, mochila al hombro, subía hasta el Risco de la Bota, me llegaba hasta El Pájaro o ascendía por la cara sur de El Yelmo. Más tarde supe que había otros de gran valía como Carlos Soria, Jaime García Orts, Paco Caro, el “Mogoteras”, Repiso, Oronoz, Félix Méndez y tantos otros de los que no puedo tratar en esta humilde entrada y a los que pido perdón por no nombrar, pero César era “el César”. Además había tenido trato con mi tío abuelo Antonio de Soto Bández con el que había compartido aventuras pedriceras y, sobre todo, el autobús de Silvino Ronda Ortega, aquel madrileño de ley que se había hecho en la década de los treinta la travesía completa del macizo central de “mis “ Picos de Europa.

         Y llegamos a otra época. Eran los años de la Facultad en la Complutense y, muchos días, cuando me bajaba del autobús, bien del 62 o del G, lo encontraba en aquel Land Rover descapotable que tenía y casi siempre en compañía del que fue su gran amigo y compañero, un hombre serio que se llamó Miguel Ángel Herrero. Un servidor por aquellos años ya había conocido a José González Folliot, el gran Pepín Folliot, el hombre que, con Teógenes Díaz Gabín y Ángel Tresaco Ayerra, un 17 de julio de 1935,  se había hecho el Couloir de Gaube, una escalada en hielo que causaba (y causa) respeto por los  años treinta del pasado siglo y que ellos realizaron por lo que se conoció como la “variante de los españoles” cuando una rimaya les impidió alcanzar le Pique Longue y abrieron una variante por los Jumaux inaugurando una nueva vía  que era una salida por la pared del muy afamado Pitón Carré. ¡Ahí es nada, mes amis!  

Una tarde de domingo, en el albergue de la Fuenfría, aparecieron César y Miguel Ángel y nos sacamos todos una foto en la chimenea; otra tarde, en la Pedriza, tomamos unas cañas en el bar “Charca Verde”. Siempre nos acompañaba el inefable Pepín Folliot, un madrileño de la plaza de Santa Ana sandunguero y cañí, cuyo padre, un berciano que era portero mayor del Banco de España, le había colocado cuando era un niño en el City Bank y que había llegado a ser un jefe del banco de Santander a cuyo presidente, don Emilio Botín, idolatraba. Lo de Pepín da para mucho y ya os lo contaré.

         Pasaron más años y, un domingo, justo el día en que me entregaban la medalla de 25 años de “peñalaro”, mi abuela Patro y yo lo encontramos en el Albergue del Puerto de Navacerrada a donde había acudido para la entrega de trofeos. Mi abuela le dijo que su hermano, Antonio de Soto, había fallecido hacía tan sólo un mes y César le dijo unas palabras que no se me han olvidado: “Con la muerte, tenemos siempre la batalla perdida”.

         Confieso que ha sido leyendo su entrada en Facebook en la que habla de su ancianidad como se me ha ocurrido escribirle estas humildes líneas que distan mucho de las hermosas palabras de las que siempre hizo gala el Barón de Cotopaxi porque, además de un gran alpinista y aventurero, don César es un grandísimo escritor. He nombrado a otros grandes montañeros de gran valía, pero ninguno relató sus aventuras montañeras con el arte y la buena pluma de Pérez de Tudela. Los libros de don  César son una gozada de estilo de escritura porque en los colegios de los años cincuenta se enseñaba a escribir y los chavales no salían, - LOGSES, LOMDES y LOECES por medio-, analfabetos funcionales y porque “el Pajarito”- como lo conocía Pepín Folliot de manera amistosa-, tenía y tiene mucho arte literario en su pluma.

         Querido don César, usted nuca será viejo porque, como al Caronte de Virgilio se le puede aplicar este hermoso verso:

         Iam senex, sed cruda viridisque deo senectus

         que en Román Paladino viene a decir:

         Ya anciano, pero lozana y fresca es la juventud para un dios.

         Que así sea por muchos años. Amén.

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