Puesto
que soy filólogo, debo de comenzar este modesto trabajo tratando sobre la
palabra escuela que tan hondas resonancias tiene en nuestra lengua. Nuestra
palabra escuela, generalmente en plural, las escuelas, proviene del latín schola que, por diptongación de la o
breve tónica (o > ue) y añadidura de una vocal protética que
necesitamos en castellano, - pero no en otras lenguas: schule, school. La vemos
en plural porque las escuelas eran , en los pueblos, la escuela de niños y la
escuela de niñas. A su vez, la palabra
latina schola proviene de la griega σχολή que significa “ocio” o “tiempo
libre”. Esto es algo que mis alumnos no pueden entender pues consideran que la
escuela lo es todo menos un tiempo de ocio. Según la visión del mundo
actual, lo que no es otium es negotium (nec otium), y,
vistas así las cosas, puede que tengan razón mis alumnos, pero según la visión
de la sociedad que nos ofreció Aristóteles, no; por una sencilla razón: porque
este filósofo diferenciaba en la vida griega tres “momentos”:
a) El tiempo de trabajo o ἀσχολία. Si os
fijáis bien, es σχολή con una alfa privativa, es decir, el tiempo de trabajo es
el tiempo de “negocio”, “del no ocio” en definitiva de lo contrario del ocio o
también podríamos definirlo como el
tiempo en el que no hay ocio.
b) El tiempo para el descanso del trabajo
(pues no puede existir el descanso sin un previo trabajo o esfuerzo, como no
hay placer más intenso que beber cuando se tiene sed o comer cuando se tiene
hambre según dijo el maestro de los placeres Epicuro de Samos) y eso es algo
que, en esta sociedad de otium perpetuum
se nos ha olvidado) o ἀνάπαυσις. Después del trabajo que fatiga el cuerpo tiene
que venir otro momento en que descanse al cuerpo.
c) Pero los griegos, - y ese fue su gran
hallazgo-, tenían otro momento más, la ya mencionada σχολή que dedicaban, no ya
al cuerpo, sino al engrandecimiento del espíritu.
Así
ahora entendemos por qué llamamos escuela a ese tiempo que ni es trabajo
(bueno, algo sí que tiene y mucho de ocupación grave para los jóvenes pues no
tienen tiempo de ascholía) ni es
descanso, pero que es el lugar en donde engrandecemos
nuestro espíritu. De ahí la importancia de la escuela que no ha sido siempre
como la conocemos (ya trataremos de esto en otra entrada) y la necesidad
absoluta de no dejar nunca este tiempo de engrandecimiento espiritual. Debemos
seguir buscando en nuestra vidas un momento de “separación”, de “división”, de
“practicar una hendidura”, de diferenciar y acotar este tiempo para nuestra alma.
Este sentido de separación está muy claro en griego pues σχολή viene de σχίζω,
“separar, dividir, cortar” y que de la misma raíz tenemos σχίζα que es el troco
o la leña para cortar. Por tanto, el tiempo en la escuela no puede ser el mismo
que el tiempo en casa o en la calle. El tiempo de la escuela es un tiempo
sagrado, un tiempo que se lleva a cabo en un lugar en el que, antes de entrar,
como Moisés cuando hablaba con Yavhé, deberíamos quitarnos las sandalias. De
este no saber separar la escuela de la casa o de la calle vienen muchas de las
desgracias de nuestra escuela actual pues el alumno se comporta “como si
estuviera en su casa” y este estar en su casa es para lo malo casi siempre.
Fijaos que los centros de enseñanza, en tiempos pasados, tenían una arquitectura
cuidada y que buscaban lo estético, pero, poco a poco, se ha ido derivando en
unos centros cortados por el mismo patrón y con más sentido práctico que
estético. Como simple comentario, deciros que el autor de estas líneas estuvo
destinado en un centro prefabricado que
tardaron en construir poco menos de un mes.
En la escuela, debemos buscar lo que
engrandece el espíritu y, en muchas ocasiones, lo que más engrandece el
espíritu son las cosas “inútiles” de las que con gran acierto se ocupó Nuccio
Ordine en su maravilloso libro La
utilidad de lo inútil. Por tanto ese continuo “para qué sirve esto” de
nuestros alumnos que no es sino un reflejo del pragmatismo de nuestra sociedad
y del pragmatismo cada vez mayor que van tomando las leyes educativas pues
nuestras reformas van construyendo una escuela pensada para la empresa y no se
ocupan casi nada de la formación y de la instrucción, dos palabras que junto
con disciplina (de discere, aprender)
han sido desterradas por los modernos pedagogos a la violeta. Obrando así desvirtuamos el fin último de la escuela al
unirla al mundo del trabajo, a la ἀσχολία aristotélica que ya hemos visto que
es, justamente, lo opuesto a la σχολή. Una escuela que, por lo menos in nuce, no conserve un sentido de
mejora espiritual con materias “inútiles” como la filosofía, la literatura o la
historia, no es una escuela, sino un lugar para adiestrar obreros-máquina como
en las peores pesadillas futuristas. Tampoco podemos pensar en una Universidad
“más empresarial” porque la Universidad tiene como fin último investigar y no
servir de agencia de contratación y
“colocación” de los alumnos. Una Universidad para la empresa es otro
triunfo más del capitalismo financiero que nos desgobierna aunque sea bajo el
disfraz de partidos de izquierda.
Sin escuela, sin ese tiempo de ocio para
enriquecer el espíritu, no hay una persona completa. No lo olvidemos jamás y,
sobre todo, que no lo olviden los legisladores que parecen más preocupados de
adoctrinar (cada uno en sus ideas, claro) que en formar.
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