Hasta
la gloriosa llegada de las “competencias” la formación en la educación se
basaba en el desarrollo de las capacidades intelectuales del sujeto. Antes de
las competencias, se adquirían unos conocimientos
que formaban al sujeto desde un punto de vista intelectual, que miraban por lo
que en el capítulo anterior llamábamos la σχολή, un tiempo “separado” para
formar el espíritu: en definitiva un tiempo en que el alumno estaba libre del
trabajo y podía dedicarse a lo más importante en el hombre clásico: la ψυχή o
espíritu. Por supuesto que esos conocimientos no estaban orientados, ni
conformados, ni tenían como finalidad sus posibles formas de uso o su empleo en
el mundo laboral en sus futuros empleos o aplicaciones prácticas de estos
saberes. Se buscaba el crecimiento intelectual para luego aplicar ese intelecto
desarrollado a solucionar las diferentes situaciones, laborales o no, que la
vida les fuera presentando. Por ejemplo, la formación matemática aspiraba a
crear un sujeto con la suficiente capacidad lógica, científica o matemática que
después podría (o no) aplicar en diferentes situaciones y profesiones. Cierto
es que, desde siempre, había una pequeña parte de las asignaturas pensadas para
su aplicación práctica, pero no era ese su fin último. La Universidad tenía
como fin principal formar investigadores en los más diversos campos, pero no
era un “semillero” de candidatos futuros a desempeñar diferentes funciones en
la empresas. Sin embargo, el sistema de competencias
lo ha trastocado todo. Veamos cómo.
En primer lugar, tal y como hemos dicho
antes, el conocimiento científico es teórico y crítico y desarrolla un
pensamiento y sentido crítico que queda anulado en la educación por
competencias. En el “antiguo régimen” formábamos personas completas, no
personas para las empresas. Pero más nos vale no adelantarnos y seguir poco a
poco.
La educación tiene que estar al
servicio del estudiante y también tienen que estar al servicio del estudiante (y
de todos los ciudadanos) las necesidades de la economía y del mercado laboral
que son, por naturaleza, cambiantes, proteicas, ese adjetivo que proviene de
Proteo, ese dios del mar, para algunos hijo de Poseidón, que cambiaba
continuamente de forma. Con la educación por competencias, la situación se
invierte y es el estudiante el que se pone al servicio de la economía de
mercado. Este estudiante tiene que ser competitivo ( de la misma raíz que
“competencias”) en los mercados profesionales y del trabajo cuando la verdadera
finalidad de la educación es formar seres humanos. Ahí radica lo “maléfico” (en
sentido etimológico de “hacer el mal) de la educación por competencias. En este
sistema que nos imponen, se atomizan los
saberes en multitud de competencias según las necesidades del mercado. Es por
tanto, la educación al revés. De esta forma tan “sutil” reducimos el horizonte
de lo que hay que aprender y le negamos a los alumnos el derecho de aprender
mucho más de lo que tan sólo tiene que ser evaluado.
La educación por competencias es “heteroconstructivista”
(palabro de los paridores de este aborto), es decir, son otros los que construyen
estas competencias, pero los apóstoles de las mismas se obstinan, por maquillar
la realidad, en hablar de autoeducación, autoenseñanza, autoaprendizaje y mil
zarandajas más que convierten al alumno del principal actor protagonista en en el antogonista ( entiéndase al modo
teatral) del profesor que es un facilitador cuando debería ser, en visión muy
acertada de Del Rey, un “dificultador”, alguien que les descubre a los alumnos
las dificultades y les pone a resolverlas teniendo en cuenta que cuanto más
difíciles son los coonocimientso que el alumno comprende, más se desarrolla su
inteligencia. Si se me perdona por la comparación, sería como si en una Invención
de Bach, para facilitar al alumno su interpretación, acabáramos suprimiendo,
por difíciles, las diferentes voces.
Pero es que la educación por competencias
no busca el desarrollo de la inteligencia del estudiante, sino la resolución de
determinadas situaciones. Este es el máximo error epistemológico y educacional
de este modelo educativo.
Por si fuera poco, añadimos (con la ya
citada Angelique Del Rey) que las competencias se enseñan de manera separada y
se aprenden también de manera separada. Al final, no pensamos la educación
desde el conocimiento, sino desde la oferta de mercado laboral. Y esto tiene un
terrible peligro: los saberes son inmutables
como el ser de Parménides, pero las competencias deben variar de acuerdo
con los mercados laborales y, si actuamos en puridad, estas competencias deberían
revisarse y modificarse cada cierto tiempo pues, si no se hace así, dejarían de
reflejar su relación con el mundo laboral que les da su razón de ser.
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