miércoles, 30 de mayo de 2018

EL ENCARGO, UN CUENTO DE TIEMPOS DUROS




Este cuento tiene para mí un significado muy grande porque era una historia que me contaba mi abuela Patrocinio y que trataba de cómo, durante la Guerra Civil y mientras su padre estaba desaparecido, iban todas las noches a ver si estaba su padre entre los desgraciados a los que habían dado el paseo. Me gusta este cuento porque está su hermana Carmen, una mujer fuerte que moriría de cáncer en los años sesenta, pero que rompió muchos moldes al vivir de una manera que no era admisible por la sociedad madrileña de la época. Por este cuento me concedieron un premio en Boecillo y una pequeña cantidad de dinero que no voy a decir, pero que os puedo asegurar que no me permitió comprarme el Aston Martin que anhelo. Con mi cuento os dejo.



EL ENCARGO

La verbena empezaba pronto. Carmen y yo teníamos la ventana abierta y desde la calle nos llegaba el ruido del carro del señor Andrés que repartía la fruta por el barrio, las voces del chaval que pregonaba la prensa por las esquinas, el olor del jardincillo cercano que ponía una nota de frescura en la ardiente tarde veraniega, las voces de los niños jugando en las aceras, las risas de las chicas que secreteaban entre ellas. Todo era como una sinfonía de vida que nos preparaba para los farolillos, para la orquesta, para la verbena que ponían en el solar del parque nuevo. La llevábamos esperando todo el año, probándonos vestidos, haciéndonos peinados; llevábamos todo el año esperando ese día en que nos llegara el olor mágico de los churros del señor Matías, los ensayos de la orquesta y viéramos pasar a los vecinos camino del solar, cogidos del brazo de su novias, riendo, porque, aunque estábamos en guerra, aún nos quedaban esos refugios para olvidar la muerte que era un horizonte de disparos lejanos en las orillas del río. Ya hacía tiempo que la primavera, ajena al dolor y a la sangre, se había instalado en el barrio y nos estaba preparando para hoy, para el gran día de la verbena.  De pronto, Carmen, como si respondiera a una señal secreta, fue hacia la ventana, sacó medio cuerpo y, como si hubiera recibido la señal esperada, se fue para nuestra habitación. Yo también me acerqué y comprobé que la señal no era otra que el olor a churros que indicaba que el señor Matías, el churrero empezaba su tarea y, lo más importante, que abrían la kermés. Luego, se fue para nuestra habitación, a ponerse el traje que se había estado probando por la mañana; yo también me fui para la habitación que compartíamos ella y yo y, en silencio, me comencé a cambiar. Me pondría el traje que había estrenado para mi cumpleaños; sí, sin duda, ése es el que me pondría. Había un chaval, mecánico para más señas, que andaba revoloteando detrás de mí y, cuando estuvimos juntos el día del cumpleaños, me había alabado mucho lo guapa que me hacía: “qué bien te sienta, chica; estás para nota” Me gustaba aquel muchacho cuya madre colgaba los monos de trabajo en el patio para que se secaran y que, al verlos allí, tan azules y tan largos, me recordaban al cuerpo que los había llenado la tarde anterior, cuando bailamos hasta muy tarde, hasta que oí la voz de Carmen: “vamos, Tati, guapa que esta noche vamos a tener bronca en casa. ¿Es que no tienes reloj?” Me gustaba recordar, viendo los monos prendidos a la cuerda por las pinzas de madera, aquellas pinzas de madera tan limpias de la señora Gertrudis, el olor a la grasa que tenía el cuerpo de su hijo cuando me abrazaba . “Chica, por más que me lave no se me quita.” Lo decía como una disculpa, pero a mí me gustaba recordar ese olor por las noches, cuando me acostaba, porque me parecía que él estaba a mi lado, abrazándome con sus brazos fuertes, besándome como me besaba a escondidas en el cine o las sombras de la Plaza de los Olmos, cerca de los calzados del señor Pascual, en donde nos despedíamos: “vete, que no quiero que sepan en mi casa que salimos juntos” “Pues algún día se tendrán que enterar, digo yo” Entonces yo subía por aquella calle en cuesta en cuyas ventanas florecían los geranios en primavera y, al llegar a la esquina de mi calle, me volvía y allí estaba él, dándome de mano. Me hubiera gustado haberme llevado aquella mano que se agitaba en le aire y haberla guardado en mi pecho como guardamos Carmen y yo aquel vencejo que apareció en nuestra terraza y que, días más tarde, cuando ya vimos que aleteaba, lo soltamos y el pájaro se unió a sus compañeros en ese carrusel enloquecido que formaban todas las tardes delante de la casa, mientras la brasa del sol se iba apagando en los edificios de enfrente. Me sacó de mis pensamientos la voz de mi hermana: “vamos, chica, no te mires tanto, que vamos a llegar cuando la orquestina se vaya para casa”. Ella ya estaba vestida. Yo admiraba su desenvoltura, su “ráspide” que decía mamá, su alegría contagiosa, como si quisiera vivir muy deprisa porque la muerte la aguardara en alguna revuelta del camino. Me vestí yo también y salimos al comedor en donde nuestra madre estaba ahora cosiendo.
-         ¿Ya os vais?
-         Sí, madre. Pero ésta ha tardado media tarde en vestirse.
-         No se os olvide el encargo.
-         No, madre
Y la alegría de Carmen parecía que se anublaba de pronto como si madre hubiera destapado lo que ella quería mantener oculto con su alegría y sus ganas de vivir. “Venga, pesada, que vamos a llegar tarde”. Y las dos bajábamos por la escalera camino del portal. Hacía calor en la calle. Al salir del viejo portalón, una bofetada de calor no daba en las caras. Enfilábamos hacia la kermés y, guiadas por el humo del puesto del señor Matías, llegábamos antes que con antes hasta la puerta de la verbena. No le faltaba detalle: los farolillos, las casetas, el tiovivo, la pista de baile con el altillo para la orquesta. No había casi nadie a esas horas pero a nosotras nos gustaba recorrerlo todo, ver cómo los feriantes iban levantando los toldos y preparando las casetas. Algunos requebraban a Carmen que les soltaba cuatro frescas. En un banco nos tomábamos un boliche y esperábamos a que llegaran más amigas. La luna, era entonces un enorme globo rojo que despegaba de la tierra. “Mira, Tati, ¡qué luna tan roja! Parece que ella también ha venido del frente y está herida! ¿Qué pensará la luna de tanta sangre? Pero, venga, vamos al baile que luego se nos pasa volando. Señor Matías, una docena de churros para mi hermana y para mí”. Ella creía que no me daba cuenta, pero yo veía que se comía  los churros con rabia, casi con asco, porque no podía hacer nada por parar aquella barbarie que se hacía presente a cada momento con el sonar seco de las ametralladoras en las márgenes del río, con las sirenas que nos enviaban al refugio, con las bombas que, con ese silbido que nos helaba el corazón, iban dejando agujeros en las calles y en las almas. Ella creía que yo no la veía, que no sabía que ella, la hermana fuerte, lloraba por las noches porque sabía, como todos, que la muerte rondaba como una sombra oscura y misteriosa cada rincón de la ciudad. Por eso se comía así los churros, con ira, porque allí, en medio de tanta vida, en medio del calor del verano que comenzaba y de la música, se colaba la muerte como una invitada inoportuna.
Ya la noche llegaba por los tesos y cuando llegaba la noche, la orquesta empezaba a tocar. Aquel día bailamos las dos con desesperación, con la misma rabia con la que Carmen se había comido los churros. La luna, pintada de rojo,  fue poco a poco subiéndose por el tejado de la iglesia y cuando llegó a lo alto, se paró para ver cómo bailábamos una polka que la orquesta tocaba con entusiasmo. Había cesado ya el diálogo absurdo de los cañones que eran el horizonte habitual de aquellas noches y parecía que no pasaba nada, que nunca había pasado nada. El mecánico había bailado toda la noche conmigo, había tenido mi cabeza apretada contra su pecho y había sentido su respiración viril, su olor a grasa. También había sentido un escalofrío porque me dijo que le habían llamado a filas y que,  en unos pocos días, tendría que ir para el frente. Pero la orquesta cada vez tocaba más fuerte como si quisiera con sus bailes acallar la voz de la guerra, del odio, de la sangre. Carmen me sacó del ensueño:
-         Tati, venga, que tenemos que cumplir el encargo de madre.
Y las dos salimos de la kermés corriendo calle abajo, en silencio, sin atrevernos a decir nada, como sabedoras de que íbamos a cumplir con un destino inexorable: el que nos iba a llevar a ese campo al que, cuando éramos pequeñas,  nos marchábamos a jugar algunos días; aquel antiguo cementerio al que habíamos bautizado como “el campo de la calaveras”. La luna estaba en lo más alto del cielo y, a mí, me parecía que seguía teniendo un color rojizo, extraño, que no era la luna alegre que veíamos en los veranos del pueblo, cuando, unos pocos años atrás,  Carmen y yo nos bajábamos a lavar la ropa de las muñecas a aquel arroyo que iba para el río grande cuyas aguas, tras un largo viaje, llegaban hasta el mar. Las dos, muchas noches, con la luz apagada, recordábamos aquellos veranos que pasábamos en el molino, los baños en el río,  los desayunos de pisto y nuestro proyecto de, algún día, seguir aquel arroyo hasta su final y, luego, por las orillas del río grande que aparecía en los libros de la escuela, llegar hasta el mar que no conocíamos. Y, al decir mar, la boca se nos llenaba de gaviotas, de libertad y de alegría. Luego, un día, vimos a mi padre que cruzaba por el puente de hierro y lo vimos venir cabizbajo, triste. No nos dio ningún regalo y se sentó en el poyo que tenía el molino en la puerta. Habló con mi madre y a ambos la cara se les quedó como si hubiera ocurrido una gran desgracia. Algo hablaron de la sangre que iba a correr entre hermanos y de que eso no iba a arreglar nada. Y padre se puso la cabeza entre las manos para que no viéramos que él, nuestro padre, estaba llorando, y Ángel y Antonio, que eran pequeños, lo miraban casi con miedo porque su padre, un mayor, estaba llorando y los mayores no lloraban porque no tenían motivos, porque su pelota nunca se quedaba en las ramas de los árboles o en el tejado de la casa de la Señora Inés. Pero mis hermanos no sabían que la guerra había llegado y que con ella todo cambiaría. Hasta la luna  parecía que se había ido tiñendo de sangre y que había perdido aquella alegría que nos llenaba el corazón.
A medida que nos acercábamos al viejo cementerio, íbamos viendo sombras, cuerpos, bultos que se movían como autómatas. Cuando llegamos nos pusimos junto a ellos y fuimos unas sombras más que guardaban silencio con la respiración contenida mientras allá, a los lejos, se veía un camión que venía hacia nosotros. Nadie se atrevía a hablar. El camión paró y las sombras nos fuimos acercando hacia la caja en donde se amontonaban otros cuerpos, otros bultos, otras sombras, sólo que a estas ya las habían acallado para siempre. Los fueron bajando uno a uno y colocando en el suelo para que los reconociéramos. Se oyó el grito desgarrado de una mujer que se agarró a uno de los bultos y empezó a llorar. Los cuerpos estaban deformados, con las caras magulladas, con las bocas partidas para que no denunciaran la brutalidad y la sinrazón. Carmen iba mirándolos uno a uno. Yo no me atrevía.; me quedaba muy fija mirándola a ella y, cuando veía que pasaba a otro bulto, entonces respiraba. No quería pensar que allí podía estar padre; que en aquel camión nos hubieran dejado aquel hombre al que sacaron de casa ya hacía más de una semana. Algún vecino, sin venir a cuento, ciego por la sinrazón que conlleva el odio, lo había amenazado, pero mi padre sonreía porque decía, “yo, Prudencia, no he hecho mal a nadie. Voy de mi taller a casa y no quiero saber nada de política”. Y me acordaba de cómo, a veces, al volver a casa, compraba unas sardinas para que madre nos las friera, de cómo el humo llenaba toda la casa y de cómo él nos decía a todos con aquella sonrisa que iluminaba sus ojos claros: “Bien van a saber los vecinos qué comemos hoy”. Y entonces, en aquellas noches tristes en que teníamos que ir al “campo de las calaveras” porque llevaban los camiones con los muertos, al recordar cómo nos abrazaba y nos besaba mientras madre sacaba la fuente con las sardinas fritas a la mesa, me echaba a llorar, pero a escondidas, amparándome en las sombras de aquellas noches tan negras en las que la luna ni siquiera miraba a la tierra, porque, si Carmen me hubiera visto, se me habría quedado mirando y me habría dicho: “Vamos, Tati, que aquí no se llora” Y, aunque yo era la mayor, la obedecía porque Carmen era como una fuente de vida en aquellos días de tanta muerte.
Se seguían oyendo gritos, llantos, imprecaciones a Dios que permitía tanta miseria entre los hombres. Algunos bultos se quedan abrazados a otros bultos. La luz rojiza de la luna hacía que toda la escena estuviera teñida de rojo de tal forma que las caras tumefactas de los bultos silenciosos se parecieran a las caras llorosas de los bultos que aullaban de dolor. Sonó la voz aguardientosa y rota de un soldado: “Vamos, coño, que no vamos a estar aquí toda la noche; que todavía nos queda trabajo por hacer” Miró a Carmen con deseo y ella le dio la espalda y siguió mirando uno a uno los bultos. Cuando llegó al final de la fila, se arrebujó en el chal y salió corriendo; yo la seguí casi sin aliento. En el final del campo se paró jadeando.
-         ¿Estaba padre entre ellos?
-         No, no estaba; pero a ver si eres tú otro día la que te encargas de mirarlos porque el encargo madre nos lo hace a las dos.
Me lo decía con esa fuerza que tenía ella para todo, pero nada más decirlo se sentaba en el suelo, se quitaba los zapatos que había llevado a la kermés, y que ahora estaban manchados de barro, del mismo barro que ya empezaba a cubrir a los bultos del camión, y se echaba a llorar. Y yo me abrazaba a ella y las dos llorábamos hasta que la luna con su cara tinta en sangre se iba marchando de puntillas, como avergonzada, y dejaba un cielo negro, que a mí me parecía que no tenía la luz consoladora de las estrellas, esas que según Don Senén, el párroco, eran los ojos de Dios porque quizás Dios también se avergonzaba de todo aquello. Luego, en medio de la oscuridad, volvíamos a casa para decirle a madre, que nos esperaba levantada, que habíamos cumplido su encargo y que padre no estaba entre los bultos silenciosos. Y ella callaba y las tres nos mirábamos pensando que quizás mañana padre estuviera entre esos bultos sin voz que ya cubriría el barro pegajoso que aún teníamos en los zapatos. Madre comenzaba a hipar y a llorar, pero Carmen entonces se levantaba y decía que allí no se lloraba porque al final la vida iba a ganar la partida y, a lo mejor, mañana padre entraba por la puerta trayendo las sardinas que compraba en la pescadería del señor Fidel para que las friera madre  y todo volvía a ser como antes. Y además, añadía con sorna, a lo mejor, hasta te casas con el mecánico, Tati, que eso no se sabe nunca. Pero otra vez callaba y se iba a la ventana. Se oían lejanos los disparos allá en las orillas del río, el tableteo de las ametralladoras y los cañonazos que retumbaban en un horizonte de silencio, como los truenos en las tormentas que a veces en verano se formaban por la sierra. Carmen, entonces, cerró la ventana y, con la misma rabia con que se había comido los churros,  me dijo: “Tati, vamos a probarnos el vestido que nos arregló madre que mañana la kermés es en el barrio nuevo y por allí son muy presumidos”

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