domingo, 8 de mayo de 2022

PEGARSE UNA MARISCADA

 


En aquella España de los setenta, sólo los ricos comían marisco. Recuerdo haber ido de la mano de mi abuela Patro a la casa de un  médico de prestigio a llevarle una bandeja de percebes, gordos como carallo d’home,  con los que mi familia le obsequiaba al médico por haberle operado a mi padre del duodeno con singular acierto. Pero los pobres no los comíamos y tan sólo, años más tarde, los comí en el Marico de Noia, pero, os lo puedo asegurar, no eran como los que le llevábamos en mi infancia a aquel médico; aquellos eran,  repito, como carallo d’home. Cabe sacar la conclusión que quizás los carallos de home non son o que eran, pero no voy a ir por este camino. Seguimos con los pobres y el marisco. Resulta que mientras el del bigote gobernó, se fue creando una clase media y entonces, en los barrios obreros, empezaron a aparecer las marisquerías, o mejor, los cocederos de marisco porque una cosa era, en Madrid por poner un supuesto ( QUE no supositorio) , O Xeito o la Portonovo en la carretera de La Coruña y otra muy distinta un cocedero en Aluche en donde se vendían las gambas, los langostinos o los carabineros “ al peso”.  También se añadían alguna centolla, los percebes, las cigalas, las almejas y demás marisquiño. Y entonces surgía la frase que he traído hasta este blog: “Joder, macho, me pegué una mariscada el sábado con mi mujer”. Esa frase, puesta en boca de un oficinista, de un fontanero o de un albañil, resume el ascenso de la clase media con la España de Franco: ya no había que llevarse los langostinos de las bodas envueltos en una servilleta; ya nos pegábamos una mariscada.

         Los madrileños iban a Galicia a “pegarse una mariscada” porque en Galicia “se comía bien y barato” y “oye, macho, te comes unas centollas y unas cigalas que en Madrid costarían medio sueldo”. También los armadores de Vigo se llegaban hasta la Menduiña,  en Hío,  para pegarse una mariscada porque tenían que demostrar que Vigo era como Bilbao en donde al agua le llaman champagne. En “A Centoleira”, mi querido restaurante de Beluso, reconocías a los madrileños (mi amiga de Marín Sisa Santos Alfonso dixit) porque se pegaban la mariscada mientras que los que sabíamos comer “ en gallego” nos dedicábamos a cosas de pobres: unas sardiñas divinas o unos chipirones guisados con maestría. Luego esos madrileños se pasaban el resto del mes “xodiendo chinchos”, pero la mariscada era sagrada. (Y me sale un pareado)

         En los años primeros de este siglo XXI e incluso antes, vinieron los Mercadonas, los Froiz, los DYA y los mariscos se podían comer cualquier día del año. Y los que se pegaban las mariscadas empezaron a tirar por otros caminos: catas de aceite AOVE, catas de vino o comprar queso de Gamoneu del Puertu a ochenta  euros el kilo porque el paisano lo tiene en una cueva del puertu y sube con un caballo todos los días a darles una vueltecita. Pida lo que pida el paisanu, se llevan el quesu para contarlo luego en un bar de Arturo Soria y epatar a los compañeros. El marisco se quedó demodé y decir lo de la mariscada se convirtió en una ordinariez como el  sueño de un Carpanta hortera y vulgar. Además, con tanta mariscada en tiempo de veda, el marisco fue desapareciendo y se puso a un precio prohibitivo.    Quizás dejó de estar al alcance de las clases medias que, como acabo de decir, se preocupaban de otras cosas. Si los ricos lo siguen comiendo, eso es un arcano.

         Todavía a alguien se le oye decir: “He estado en O Grove y me he pegado una mariscada”. Y te parece que su voz sale de lo más profundo de los años ochenta, de cuando los barrios obreros se llenaron de cocederos y los albañiles, los oficinistas y los fontaneros llenaban el suelo de caparazones de gambas que sonaban al pisarlas con un crujido mágico.

         En esta España de pandemias, mascarillas y espionajes de tres al cuarto, los obreros ya no viven como vivían en aquellos tiempos heroicos y ahora lo heroico es llegar a fin de mes.

         O tempora, o mores que decía Cicerón.


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