viernes, 3 de marzo de 2023

ALCIBÍADES EN EGOSPÓTAMOS


 ALCIBÍADES EN EGOSPÓTAMOS

 

         El caballo más rápido de la Hélade, con sus crines al viento y con un galope tan veloz que le hubiera parecido a cualquier caminante que hubiera seguido ese mismo camino que no tocaba la arena blanquecina y que volaba sobre ella haciéndola saltar a las cunetas por su velocidad, se dirigía enloquecido a los acantilados del Helesponto. Su jinete, un hombre ya mayor, pero que conservaba aquella hermosura que tanta admiración había despertado en su juventud, con la mirada fija en un escaso pinar cuyos pinos, doblados  la fuerza dl viento proveniente del mar, parecían postrarse ante su paso, estaba desterrado en sus posesiones de Lámpsaco y hasta allí un mensajero se había llegado para avisarle de que los atenienses y los espartanos se iban a encontrar en el río Egospótamos, “el río de la cabra” para aquellos que no sepáis griego. Conón, Tideo y Menandro dirigen las naves atenienses y Lisandro las espartanas. Y aquel jinete, el más elegante traidor,  que la historia ni había visto antes ni vería después, quería ver la formación de las naves de sus compatriotas.

         Cuando llegó a lo alto de un promontorio, vio que los barcos estaban fondeados en una playa que estaba alejada de cualquier ciudad y que tenían que ir hasta la ciudad de Sestos, que distaba quince estadios,  para aprovisionarse. Era un error de bulto, un terrible error que los atenienses quizás pagarían con una derrota histórica. Entonces Alcibíades se dio cuenta de que no iba a tener otro remedio que bajar por  la senda  - estrecha y peligrosa pues las piedras caían con frecuencia y había muchas posibilidades de resbalar- y hablar con los que , a la sazón, eran  los estrategos cuyos nombres acabamos de mencionar. Desmontó y, cogiendo a su caballo por las riendas, fue bajando muy despacio por el sendero.

         Cuando los estrategos vieron que un desconocido bajaba  por el escabroso camino que descendía hasta la playa, no se pudieron imaginar quién era. Tampoco lo veían bien cuando Alcibíades, habiendo pagando a un pescador que remendaba sus redes en la playa, ( y habiéndose montado) montado en la barca que,  tras le duro trabajo de la noche reposaba en la arena, se fue llegando a la trirreme en la que estaban los estrategos. Tuvo que estar el esquife muy cerca de la borda para que los jefes de la flota ateniense reconocieran a Alcibíades que, pese a su cabello algo encanecido, conservaba esa belleza deslumbrante que le había hecho ser el hombre más deseado y más odiado de Atenas. Cuando subió a bordo, Conón no pudo reprimirse y le preguntó con hiriente sarcasmo que de parte de quién venía porque, considerando su vida, tanto podía venir de parte de los espartanos, como de parte de los atenienses. Alcibíades, gallardo en el dolor que la pregunta le había producido, le respondió:

-         Noble Conón, vengo de parte de Alcibíades y me extraña que un hombre como tú, cuya diligencia y acierto como estratego conocen la Hélade entera,  me haga esa pregunta tan hiriente a la que, no obstante, voy a contestar: es el amor a mi patria lo que me lleva hasta vosotros.

-         - ¿De qué patria hablas, Alcibíades? ¿De la Atenas contra la que luchaste al frente de las campañas que tú mismo les habías propuesto a los espartanos? ¿Vienes  pues como un espartano pues como tal conseguiste destruir Atenas?

Alcibíades, encajando el duro golpe le respondió:

-         Conón, sabes que fui el artífice de las victorias atenienses que obligaron a Esparta a pedirnos la paz.

-         Es posible.- le replicó Tideo- que vengas como ateniense, pero en tu conciencia tiene que estar aún la derrota de Sicilia por no hablar de esa broma estúpida de niño rico que consistió en decapitar los Hermas. Guapo, rico, culto, discípulo de Sócrates, siempre te creíste con derecho a todo. Ni siquiera fuiste capaz de enfrentarte al juicio que te esperaba en tu ciudad y, cuando la trirreme del Estado, la Salamina, te estaba aguardando para llevarte ante los jueces, en lugar de pasarte de tu barco a ella, dijiste que la seguirías con tu  nave, pero te diste a la fuga en Turios con toda tu tripulación y te entregaste en brazos de los espartanos. Bueno, y de las espartanas pues te acabaron echando cuando se supo que te acostabas con la esposa de Agis III, el rey espartano.

Callaba Alcibíades y tomó el relevo de las acusaciones otro de los estrategos,  Menandro:

-         Si quieres, noble Alcibíades, te recuerdo tu etapa con los persas, cuando aconsejaste a Tisafernes que sobornara  a los generales de las ciudades del Peloponeso para conseguir información. ¿O quieres, acaso, que te recuerde cómo negociaste con los oligarcas atenienses para que regresaras a Atenas trayendo el dinero de los Persas del que una no pequeña parte les entregaste?

-         Todo lo que dices, caro Menandro, es verdadero, nada hay en lo dicho de falacia, pero pecas de inquina hacia mí en la selección de tus argumentos. ¿Te olvidas de que en Cícico, en  la primavera del 410, me puse al frente de las naves atenienses y que, gracias a mí, los atenienses capturaron todos los barcos espartanos que no habíamos destruido en el combate?¿No te quieres acordar de aquella carta que, enviada a Esparta por Hipócrates, decía que los barcos estaban perdidos, que los soldados se morían de hambre y que no sabían qué hacer?¿Te olvidas, Menandro, de que los espartanos propusieron una petición que los atenienses rechazamos?

Le miró Menandro con una media sonrisa y le dijo:

-         Me parece bien , Alcibíades, lo que hiciste. Todos los atenienses conocemos tus hazañas a favor de Atenas, pero lo malo es que recordamos también  tus traiciones pues queda en nuestra memoria cómo llegaste a Atenas en la primavera del 407 y cómo se cancelaron todos los procesos penales que tenías. Es más, hasta los cargos por blasfemias te fueron retirados. También recordamos cómo en Notio, Lisandro te venció y cómo el mismo Antíoco murió. ¡Qué bien conocía Leandro las características de nuestra flota, Alcibíades!¿No le habrías dado tú, a cambio de dinero, tú única patria, toda la información que necesitaba?

-         ¡Mientes, canalla! Yo me había trasladado a Focea para ayudar a Trasíbulo en el asedio que mantenía alrededor de esa ciudad. Dejé Notio y dejé ochenta barcos al mando de mi timonel de confianza, Antíoco, al que le di órdenes expresas y claras de no atacar, pero él, imitando las tácticas que usamos en Cícico, atacó a Lisandro al que unos traidores habían informado con minuciosidad de cómo era nuestra escuadra. Antíoco mismo murió y el resto de barcos fue destruido y con ellos el resto de la flota de Atenas. ¿Vas a negar, canalla, que regresé para plantarle cara a Lisandro y que éste no quiso luchar? Por el error de Antíoco de luchar en contra de mis órdenes, me echasteis a mí la culpa de la derrota y por eso, por el odio que me tenéis, me vine aquí al Quersoneso. Pero conmigo también se retiraron Trasíbulo, Terámenes y Critias, los mejores estrategos de Atenas; pero, para ellos, no hubo destierro. Ahora he visto el error en el que estáis y temo que los espartanos nos venzan de nuevo.

-         - ¿Nos venzan de nuevo, Alcibíades? ¿Ahora estás con nosotros?

-         Sí, Conón, estoy con vosotros porque veo lo que tú tendrías que haber visto si hubieras sido un marino capaz y no un pobre desgraciado al mando de la flota ateniense. Parece mentira que no hayáis visto esto: si os estáis aprovisionando en Sesto, trasladad allí la flota. No sólo os ahorraréis un viaje absurdo, sino que también tendréis un puerto seguro para atracar.

Conón lo miró de arriba abajo. Reconoció (para sus adentros)que tenía razón, pero no se la dio por pura soberbia. Tan sólo le dijo:

-         ¿Qué parte del mando de la flota quieres por tu sabio consejo, Alcibíades?

-         Ninguna parte, Conón. Lo hago por amor a Atenas.

Conón rompió a reír:

-         ¡Por amor a Atenas! Alcibíades, ¡por Zeus! ¿qué te importan a ti Atenas, Esparta o Samos? Tú sólo eres del partido de Alcibíades. Además, si no te hago caso y somos derrotados, cosa muy improbable, ,la culpa será mía y de los otros dos estrategos por no haberte escuchado; si, por el contrario, te escucho, la gloria va a ser para ti. Así que sabes lo que te digo: vete, coge tu caballo y vuelve a tus castillos, al lujo en el que siempre te criaste, a tus queridas a las que sigues satisfaciendo como cuando eras un muchachito. No nos comprometas. Nosotros, a diferencia de ti, somos honrados ciudadanos que luchamos por la patria. Eres el más canalla de la historia de Atenas y ni siquiera con este acto vas a limpiar una vida de traiciones y mentiras. Vete, Alcibíades, nunca te hemos recibido en nuestro barco.

-         Mucho me estáis hablando ahora vosotros tres de la polis, de la patria y no puedo por menos que formularos esta pregunta. ¿qué entendéis por patria? Porque la Atenas de la que habláis, de la que decís defender su democracia y su libertad, es decir, la Atenas de los ciudadanos libres como nosotros e hijos de buenas familias no es la misma que la Atenas de los esclavos, de los metecos o de los artesanos que se pasan el día trabajando en su humilde               taller.                                                                                                               ¿No será, acaso, luchar por la patria luchar también por nuestro dinero, por nuestras fincas en las que trabajan nuestros esclavos, por las minas de plata de Laurión de cuya plata nos lucramos, pero en las que trabajan esclavos y condenados? Sí, bien sé que luchamos por nuestra democracia., pero ¿nos acordamos cuando legislamos en nuestras instituciones, cuando hacemos hermosos discursos en la Ecclesía, con nuestro verbo libre y bien trabajado, de los esclavos, de los metecos, de los artesanos, en definitiva, de los que poco o nada tienen? ¿o bien legislamos para nosotros desde nuestra posición privilegiada? ¿Hemos ido alguna vez al barrio del Cerámico  a ver cómo viven  los hijos de los artesanos o nos hemos preocupado por los hijos de los metecos o por los hijos de nuestros esclavos que, a su vez, serán nuestros esclavos si es que no los vendemos en alguna vergonzosa subasta en dónde se comercia con lo que no debería venderse ni comprado: un ser humano? Nos creemos que somos superiores a los persas, a los espartanos porque tienen a los ilotas en esclavitud, a todos los bárbaros, pero con nuestra brillante y libre democracia sólo nos ocupamos de nosotros mismos, de los afortunados hijos de ciudadanos que ya lo somos por nacimiento. Es posible que los pobres existan siempre porque se necesitará siempre alguien que trabaje mientras nosotros paseamos por los pórticos o discutimos en el ágora; es posible que, en siglos venideros, los esclavos lo sean con otro nombre porque también serían esclavos si trabajaran en condiciones ignominiosas, si les negaran el sueldo que en justicia merecen, si no fueran más que una fuerza de obra bruta que sólo sirve para enriquecer a sus amos. También serán esclavos aquellos hombres que, en siglos venideros, no tengan en sus trabajos y fuera de ellos, la condición de humanidad plena. Yo fui, como bien sabéis, discípulo de Sócrates y por allí andaba un joven de anchas espaldas que había querido ser dramaturgo cuyo nombre era Platón. Todos éramos ricos, inteligentes, guapos, bien perfumados con los perfumes de Arabia,  con tiempo para hablar con nuestro maestro, pero ¿dónde estaban los hijos de los que nada tenían? ¿Creéis, nobles estrategos, que se puede filosofar si hay que ganarse el pan de cada día?¿Pueden filosofar nuestros esclavos trabajando de sol a sol?¿Pueden cultivarse sus mujeres y llegar a ser unas segundas Aspasias si paren como conejas, van y vienen a la fuente y azacanean todo el día por la casa? Os digo, compañeros, que el día que el hambre desaparezca del mundo, habrá una revolución espiritual tan grande, tan de de primer orden porque los desheredados también pensarán y nosotros tendremos que pedirles perdón por los siglos que les hemos robado.

Os habéis preguntado alguna vez cuántos Pericles, cuántos Sócrates, cuántos Tucídides se echaron a perder trabajando en las minas, en las canteras del Pentélico o en nuestras fincas?¿Habéis pensado en cuántas mujeres, tan inteligentes o más que nosotros, vieron sui vida reducida al gineceo?

Pensadlo, estrategos, y quizás entonces no hablaréis con tanta frivolidad de la patria y de la polis,

Un espeso silencio se produjo tan sólo roto por Tideo:

-         Muy bonito discurso, Alcibíades; se ve, como tú mismo has dicho, que fuiste discípulo de Sócrates que todavía sigue por Atenas con su aspecto de Sileno, tomando el sol  con su oronda barriga, pero no has venido a lucir tus dotes oratorias con esa tan acendrada defensa de los pobres, sino a intentarnos engañar con tu falso amor a la patria que nunca tuviste. Márchate y déjanos en paz.

Dicho esto por Tideo, los tres estrategos se marcharon hacia popa en donde el timonel había estado escuchando con atención el diálogo d ellos cuatro . Alcibíades se quedó solo en la cubierta reflexionando en que no le habían hecho caso por pura soberbia. No podía marcharse del barco sin intentar que eso hombres, que lo habían gravemente insultado, entraran en razón. Por eso, se dirigió también a hacia popa y, cuando estuvo a su lado, les dijo:

-         ¡Que mal hacéis en no escuchar mi consejo! Egospótamos será vuestra ruina; especialmente la tuya Conón. Pero como, por otro lado, no eres un hombre lerdo y quizás tengas algunas hábiles algunas alianzas con Evagoras I, rey de Chipre o hasta con el sátrapa Farnabazo, acabes venciendo a los atenienses que,  siempre aduladores,  te colocarán una estatua en el Ágora junto a las de Harmodio y Arostogitón. ¡Que los dioses y el pueblo de Atenas te perdonen!

-         Pide el perdón para ti, desgraciado, y deja que nosotros sigamos con nuestro deber. ¡Márchate ya de este barco al que nunca debiste venir, traidor!

­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­

Viendo Alcibíades que nada se podía hacer, llamó al pescador que le esperaba con su esquife, embarcó y llegando a la playa cogió por las riendas a su caballo y subió de nuevo el escarpado camino del acantilado. Cuando estuvo arriba, montó en él y, desde su caballo, echó una última mirada a la flota ateniense  y pensó  - una vez más- en el error que cometían sus estrategos. Puso su caballo al paso y, sin prisa, se encaminó a su castillo a donde, unos días después, llegó un mensajero para llevarle la noticia de la derrota que los atenienses habían sufrido en Egospótamos. Era cierto que su existencia no había sido ejemplar, pero también era cierto que, en el atardecer de su vida, había recordado su antiguo demo de Escambónidas, los dorados membrillos que le llevaba de pequeño su madre Dinómaca, soles en miniatura que le perfumaban las tardes de otoño; se acordó  de su padre Clinias, de Pericles que era primo de su madre, de su abuelo, que también se llamó Alcibíades y que había sido amigo de Clístenes, el gran reformador de la constitución ateniense en el siglo V. Recordó también a Hipareta, su mujer, rica hija del muy rico Hipónico III, que le había dado dos hijos y de la que se había divorciado pues , la verdad, su vida como marido no fue modélica  y se había pasado los días y las noches con hetairas. Había ido a galope tendido hasta Egospótamos porque, por primera en su vida, se había sentido ateniense de corazón y, aunque no quería entrar en debates sobre cuánto peso tenía la razón y cuánto el corazón en esa decisión, quería que Atenas triunfara; le había perdonado las muchas injusticias que la ciudad había cometido con él y hasta había recordado a sus dos hijos y, por un momento, pensó que sería mejor que se educaran en un sistema como el ateniense aunque tuviera mil imperfecciones, que en otro como el espartano con más imperfecciones, pero sobre todo con una diferencia sustancial: que si en Atenas estas imperfecciones se podían criticar de manera pública, en Esparta, el mero hecho de decirlas, ya en público, ya en privado, te podría acarrear la muerte. Por eso fue hasta aquella playa. Pero vio que los estrategos no le permitían poder realizar el acto que redimiera una vida llena de errores. No conocían el perdón aquellos tres hombres y quizás no le quedaba más remedio que morir en esos castillos suyos del Quersoneso tracio, con crudos y oscuros inviernos de tempestades de nieve. Con tan amargos pensamientos, se fue quedando dormido.

         Cuando despertó a la mañana siguiente, el cielo estaba tan limpio, tan despejado de nubes, que parecía un cristal azulado por el que atravesaban los rayos del sol. Vio que la vida era hermosa y que viejo es el que se siente viejo y se aparta del mundo para morir. Él no era viejo. Su maestro Sócrates hizo mal en tomar la cicuta y cumplir la sentencia. Él, por el contrario, hubiera pagado y se hubiera librado de la muerte, esa vieja ramera que nunca falta a su cita. Pensó que la vida es hermosa; las estaciones, los ríos, los montes, los pájaros todo parecía hecho por un demiurgo que había cuidado todos los detalles, que había cubierto su creación con una enorme belleza. Pensó que la vida merecía la pena ser vivida hasta el último sorbo como si fuera un vino que se apura hasta las heces. Pensó que la vida había que vivirla como la había vivido él: sin freno.

         Preparó su caballo y se encaminó a la tierra de Frigia. Se Al llegar al Helesponto, dudó, pero se vio con ganas de vivir y cruzó a la otra orilla. No había razones para el pesimismo cuando en Frigia le esperaba su muy querida Timandra.

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