lunes, 17 de octubre de 2022

LAS NOVELAS DEL OESTE

 


Las llevaban en el Metro los obreros que habían estado doce horas poniendo ladrillos para los Obregón, para los Banús, para los Núñez y Navarro. Desenfundaban sus novelas del bolsillo trasero de sus pantalones e iban leyendo hasta la estación en la que hacían el trasbordo y allí, mientras esperaban al tren, volvían  a desenfundar con valentía sentados en un banco. Cuando llegaba el Metro, subían y se sentaban otra vez y otra vez desenfundaban y otra vez leían para olvidarse que mañana sería igual a hoy, para olvidarse de que pasado sería como mañana, para olvidarse de que este mes tampoco llegarían a fin de mes porque al pequeño había que hacerle un empaste y a la mayor comprarle un bolsito porque ya empezaba a salir con las amigas. Y así,  mientras leían  que una chica de cabellos negro montaba en el caballo más rápido de California, el viaje hasta los arrabales de la gran ciudad se le hacía más corto y hasta por un momento, en aquel vagón que olía a todo menos a Chanell del número 5, soplaba un viento limpio y puro  como el que sentía aquella muchacha en su caballo negro por las praderas de California o de Nebraska o de Texas que para el caso era lo mismo. Cuando las acababan de leer iban al quiosquero del barrio y las cambiaban y cogían otras en donde los vaqueros impartían  justicia  con sus revólveres y las chicas, al final, los besaban, pero ellos seguían su destino en un caballo blanco porque había otro pueblo sin ley en el que hacer justicia. Por momentos, aquellos obreros pensaban que no estaría mal que aquellos vaqueros se dieran una vuelta por España y pusieran las cosas en su sitio, pero bien sabían que aquellos vaqueros, aquellos cowboys de media tarde sólo existían en aquellas novelas cuyo tamaño era el tamaño exacto de su bolsillo trasero del pantalón. En aquella España en blanco y negro que olía a gallinejas y a cocido con tocino rancio, aquellas aventuras disparatadas hacían las delicias de miles de españoles. No era literatura de primera, como no lo fueron las novelas de caballerías contra las que arremetió Cervantes ni lo eran las novelas griegas que leían las mujeres en aquellas superpobladas urbes del helenismo, pero la pluma de Marcial Lafuente Estefanía y de José Mallorquí, el creador del Coyote, aliviaron la vida de muchos españoles en aquellos años en que España empezaba a tener una clase media. Don Marcial era toledano, había estudiado para ingeniero, había viajado por los EEUU y había terminado escribiendo novelas como churros. El otro erra un catalán de Barcelona que se acabó suicidando en 1971. No pudo resistir la muerte de su mujer, Leonor del Corral.

         Algún día habrá que hacer un sentido homenaje a estos escritores que no pertenecieron a la alta literatura, pero que hicieron la vida más fácil a muchos miles de personas. No sólo de Proust vive el hombre.

 


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