domingo, 26 de agosto de 2018

RIVERITA DE DON ARMANDO PALACIO VALDÉS




En esta fresca mañana de agosto,  en el día en que la Iglesia católica celebra el día de San Luis de Francia y de San José de Calasanz, me he terminado de leer Riverita, una novela encantadora de Palacio Valdés, un  escritor agradable que niega aquello de que “con buenos sentimientos no se puede hacer literatura”. Narra la novela la historia de un huérfano de la buena sociedad madrileña ( a la que por cierto, Palacio Valdés aprovecha para poner en solfa) y de su redención por medio de una chica de provincias, en este caso de las "provincias vascongadas" y que San Arnaldo  Otegui me perdone por no haber dicho Euzkadi.  No falta en la novela el Ateneo matritense ( al que también mete algún varapalo Palacio) y la vida social de aquel Madrid de la reina Isabel II con sus óperas del Real;  no faltan tampoco las corridas de toros ni el típico señorito perdis que no trabaja ni por receta médica; pero sobre todo, lo que no falta es ese buen carácter de don Armando que, antes de escritor, era un hombre de bien. Por cierto, que cita, en el convento a donde la mandaron a estudiar a la chica de Pasajes, a una tal hermana San Sulpicio, monja andaluza llena de gracia, que sería más tarde la protagonista de una de sus novelas más celebradas y que,  llevada al cine por Florián Rey en 1934, fue representada por Imperio Argentina. Vale, ya sé que no es Canetti, ni Musil, ni Kafka, pero se pasa un rato leyendo a Palacio Valdés del que yo me enamoré en una lejana mañana en que, en aquella esquina rota de mi infancia irrecuperable, leí La aldea perdida y, tras mi viaje iniciático a Bulnes, con el palo de la señora Guillermina en la mano, me creía, por lo menos, Firmo de Rivota. Luego ahí están Marta y María, ambientada en Avilés, con ese arranque cinematográfico espléndido; José, ambientada para unos en Candás y para otros en Cudillero (Cuilleru en bable) o la Novela de un novelista en la que nos cuenta cómo aquel buenazo del profesor de latín murió mientras declinaba el anafórico. Ahora el profesor de latín habría muerto de tanto impartir complementarias. Pero eso ye otra historia.  En fin, muy recomendable esta novela para los estíos castellanos.

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