martes, 23 de junio de 2020

UNA SIESTA EN LA GUERRA


El sol de marzo ya  calienta  en las tardes madrileñas y la siesta  va apeteciendo cuando un calorcillo hace que las tardes huelan un poco a verano. Ya llevaban tres años de guerra y se notaba el cansancio en aquella interminable trinchera de la Ciudad Universitaria a la que habían llegado en noviembre del treinta y seis. Del otro lado del río, estaba Madrid y, durante esos largos meses, habían ido viendo a sus habitantes recorrer la calle de Ferraz o acercarse a las derruidas facultades. Se  cuchicheaba entre la tropa que se estaba hablando de la paz en las altas esferas y ya se comentaba por “radio macuto” que iba a llegar cualquier día. Por eso, porque hacía ya calorcito y porque aquel asedio era aburrido, mi abuelo se había acostado a echar la siesta en la tienda de campaña que tenía la compañía. Tenía esa costumbre de la siesta desde que era pequeño y ni siquiera una guerra se la iba a quitar. Por eso dormía feliz cuando un soldado entró a despertarlo.
-         ¡Mi sargento, mi sargento, mire! – y le entregaba unos prismáticos.
-         Déjame hombre. ¿No ves que me estoy echando la siesta y la siesta es sagrada?
-         Pero mi sargento ¿no ve que se están pasando los rojos a nuestras filas?
-         No digas tonterías, Manuel, y déjame tranquilo.
-         ¡Se lo juro, mi sargento! ¡Cruzan el río y se unen a nosotros!
Tanto le insistió aquel soldado que mi abuelo cogió aquellos prismáticos y miró. Efectivamente, los del bando republicano se estaban a los nacionales. Entonces mi abuelo y el soldado se miraron. Ahora no cabía duda: la guerra estaba terminada.




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