miércoles, 8 de julio de 2020

LOS QUE TUVIMOS ACETONA


De mi infancia tengo un recuerdo curioso que marcó mi vida: la acetona. Mi madre tenía una preocupación casi obsesiva por esta sustancia y, tan pronto como tenía fiebre, cogía unas gotitas de mi orina y las echaba en una pastilla que, al contacto con mi excreción renal, tomaba diferentes colores. Si el color denunciaba la presencia de acetona, entonces iba corriendo y llamaba a don José Vías Torres que, aunque atareado en mil guardias en mil centros de barrios periféricos, siempre sacaba un rato para acercarse y verme. Luego cogía la guitarra de mi padre y tocaba un poco mientras se tomaba un whisky con hielo o se fumaba una pipa. Los médicos de antes tenían tiempo para todo: hasta para atender a los enfermos. Generalmente,  le decía a mi madre que aquello no era nada, que no se preocupara y que me dejara tranquilo, pero ella seguía empecinada en olerme la boca pues uno de los síntomas de la maldita acetona era un olor a manzana reineta en el aliento. Para mí, el tener acetona significaba que vomitaría ( o viceversa) y que don José volvería más tardes contándonos las mil aventuras que le pasan en los barrios del extrarradio o cómo sus hijas y su hijo( tan deseado) ya se iban haciendo mayores. Don José era un médico que se parecía a Juan Pardo y que incluso cantaba sus canciones y que, en alguna ocasión,  había visitado a las hijas del cantante gallego. Tenía un Simca pequeño y estrecho con el recorría los barrios del cinturón industrial madrileño. Entre visita y visita, entre inyecciones de la señorita Pilar y jugando con el Madelman que me compraba mi abuelo por estar “malito”, la acetona me iba bajando y las pastillas ya no se coloreaban. En el fondo, era una pena porque eso significaba ir al colegio y dejar de meterme por dentro de la cama con una linterna soñando que estaba explorando cuevas perdidas. Pero aquellas pastillas eran inexorables y no sentían ninguna pena por un niño que,  al cabo de una semana, volvía  a salir al comedor para comer en la mesa con todos, Mis hijos ahora, cuando tienen fiebre, ni siquiera se acuestan. Entonces, las enfermedades duraban, por lo menos una semana y durante esa semana los niños – sin internet ni otras zarandajas-, vivíamos en un paraíso tan perdido ahora o más que el de Milton.
         Ayer, en una farmacia, por pura nostalgia, pregunté por las pastillas de la acetona y ya no son las mismas; ninguna madre se agobia por ella y los pediatras no hablan ni de casualidad de tan maravillosa sustancia que me regaló los mejores días de mi vida.

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