miércoles, 25 de marzo de 2020

EL HAYA DE JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO


Hace ya más de veinte años, leyendo una tercera de ABC, ese periódico que tanto quería mi abuela Patro, vi con sorpresa que su autor traducía fagus por “haya” en aquel famoso verso de Virgilio  tu patulae recubans sub tegmine fagi”. Cogí papel y boli y le escribí una carta al señor que firmaba la tercera de ABC para decirle que no me parecía bien que tradujera “patulae fagi” por ancha o copuda haya y que sería mejor, teniendo en cuenta que la poesía bucólica, tanto griega como latina, se desarrollaba en Sicilia, traducirla por la segunda posibilidad que tiene en latín la palabra fagus: encina. Doblé la carta y se la envié al autor de la “tercera” a su pueblo vallisoletano sin mucha esperanza de que me contestara.

         Al cabo de unos días, casi a vuelta de correo, el cartero me trajo una carta con una letra “imposible”, casi indescifrable: era del autor de la tercera que, lejos de haberse enfadado por mis correcciones humildes, me emplazaba a que nos viéramos en su casa. Y una mañana de otoño, como si yo también quisiera escribir, con permiso de aquel autor, mi “historia de un otoño” , me fui hasta su casa. Me recibió en su despacho que era, sobre todo, una capilla en la que los libros ocupaban los altares de las estanterías y hablamos durante más de tres horas. Y así esas visitas se fueron haciendo habituales y muchas mañanas me acercaba hasta aquel pueblo vallisoletano para recibir consejos de lecturas (¡Cuántas lecturas me señaló!) porque él lo había leído todo;  porque, desde su infancia, los libros eran sus compañeros, sus amigos, sus confidentes. Me di cuenta enseguida de que aquel hombre era más que un gran escritor y, sobre todo, un gran poeta; era una bellísima persona y el último humanista en un mundo deshumanizado.

         Fueron muchas las visitas y muchas las anécdotas. Ahora que se nos ha ido a principios de este mes, recuerdo de él su risa, su risa de niño travieso que miraba el mundo con sus ojos claros. Frente a frente en la mesa de su despacho su risa iluminaba mi  alma.  Ya conté cómo, con su gran generosidad, puso de nuevo en funcionamiento la Nueva Revista, la que fundara mi querido maestro don Antonio Fontán, pero sin darse importancia, con la humildad de los que son grandes.

         Gracias a ti, José,  conocí a Jacinto, el poeta de Langa, vuestro pueblo, y con Jacinto conocí a un hombre singular, sacerdote que había estudiado con Querajazu, aquel filósofo que situaba en Gredos sus conversaciones católicas. Jacinto  era un artista del verso,  un enamorado del Cristo de Unamuno y cuidador de   canarios flauta que alegraban las llamadas telefónicas que nos hacíamos.

         Ahora que te has ido, querido José Jiménez Lozano, voy a echar mucho de menos no llegarme hasta Alcazarén, llamar a tu puerta y pasar una mañana hablando de libros. Ya quedan pocas personas con las que se pueda hablar de literatura,  de poesía, de los mirlos y de las hogueras que en las noches de noviembre iluminan nuestras almas cansadas. Pero, algún día, seguiremos hablando de estas cosas a la sombra, siempre fresca, de una copuda haya. Sí, ya ves que he puesto haya porque ¿quién nos dice que en Sicilia no hubiera un haya para los poetas, querido don José?


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