lunes, 16 de marzo de 2020

LA RUTINA EN ÉPOCA DE DESGRACIAS



Una tarde de febrero de ya hace algunos años, me metí en el teatro Bellas Artes de Madrid, - el que regentaba José Tamayo y en el que había estrenado, por ejemplo, Alejandro Casona su Caballero de las espuelas de oro_, digo que me metí porque representaban el Calígula de Camus. La fuerza de aquel texto me produjo una especie de catarsis y, un poco deprimido por alguna nube juvenil, me hizo salir y marcharme directamente a la FNAC para comprarme el texto francés y devorarlo. Desde entonces, mis lecturas de teatro francés siempre me han proporcionado una enorme satisfacción y la lectura de la Antígona de Anouilh y la Medea de Cocteau me han hecho disfrutar de lo lindo. No voy a entrar en el argumento ideológico porque para eso ya está don Antonio Ruiz de Elvira o, si lo preferís, la “enciclopedia del pueblo”, pero sí que voy a hablar de los finales, de los maravillosos finales de estas obras. Cocteau termina su Antígona, tras ese diluvio de muertes, con ese Creonte que le pregunta a su secretario por el orden del día y que, sereno tras tanta desgracia, retoma su rutina. Anouihl, en su Medea, hace algo muy parecido: tras ese río de sangre inocente,  la nodriza, esa nodriza de las tragedias clásicas de la que tanto tomó Lorca para sus ayas ( véase  si nola Poncia en La casa de Bernarda Alba) les dice a los que quedan en el escenario que hay que volver a la rutina de todos los días. Vamos a escucharla:
LA NODRIZA. – Ni siquiera tenían tiempo de escucharme. Sin embargo yo tenía algo que decir. Después de la noche viene el día la mañana y hay que hacer el café y luego las camas. Y después de barrer, quedar un ratito tranquilo al sol antes de limpiar las legumbres. Entonces sí es bueno, cuando una ha podido sisar unos centavos, un traguito caliente en el fondo del estómago. Después a tomar la sopa y a lavar los platos. Por la tarde, la ropa blanca y los cobres, y un poco de charla con las vecinas hasta que llega despacito la cena…Entonces acostarse y dormir
 
         En ambos casos, estamos ante la rutina salvadora, ante la rutina curadora, ante ese orden del día que pone orden en nuestra cabeza y en nuestro dolor. Recuerdo que en un episodio de mi vida harto doloroso (la muerte de mi madre) no recuperé el pulso hasta que no volví a  la Facultad. El haber estado haciendo durante tan sólo dos días una vida diferente me hacía ver la anormalidad de la situación y multiplicaba mi dolor al preguntarme: ¿Qué hago aquí paseando por El Retiro? y responderme: estoy aquí porque se ha muerto mi madre.
         Bendita la rutina que nos salva y que nos cura. Un compañero mío, cuando fallecieron su mujer y sus dos hijas en un terrible accidente de tráfico, no pidió una baja para quedarse en casa rumiando una tragedia que no tenía solución sino que nos pidió que,  cuando volviera (se iba a tomar sólo un día para arreglar los papeles) no le preguntáramos nada; quería que pareciera que “la vida seguía igual”. Recuerdo lo terrible que era verlo pasar, como siempre, con sus mapas camino de clase. La rutina lo salvó.
¡Bendita la rutina que el aya de Medea nos prescribe como remedio!



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