lunes, 20 de abril de 2020

LA TIENDA DE FINA EN ARDÁN


En la curva de Ardán, esa curva pronunciada y peligrosa en esa carretera de un tráfico terrible, está la tienda de Josefina (Fina para todos los parroquianos). La tienda de Fina es algo más que una tienda: es un santuario pagano, una ermita laica, un lugar de reunión en el que, al caer la tarde, se acercan los hombres a beber una taza de vino del país mientras hablan de los divino y de lo humano. Detrás del mostrador, Fina, una mujer rubia y metida en carnes como si hubiera nacido en el Flandes de Eduardo Marquina, despacha bacalaos, carne, embutidos, latas de conservas y un  largo etcétera sabroso, delicioso y gallego. De pequeño, cuando entraba, me gustaba ver aquellos tarros grandes de melocotones en almíbar que Fina colocaba en los vasares más altos porque la tentación siempre tiene que estar alejada del pecador. No eran melocotones cortados en dos mitades, sino y fruta enteros, grandes, lujuriosos como diría el gran Pepín Foliott. Fina echaba las cuentas con un lápiz sobre un papel de estraza en le que se veía la sal de los bacalaos que cortaba con la bacaladera. Tenía tabletas de chocolate, pan (de trigo y de maíz), mermeladas y una fruta prohibida recién cortada en los paraísos terrenales de Ardán, de Casás y de Cela y que un ángel puntual le traía cada mañana. El vino, el tabaco, el bacalao formaban un atmósfera espesa y dulce que parecía salida de un sueño limpio y agradable, de un sueño tenido cuando la noche era una amiga que nos abrazaba con su manto de estrellas y que nos traía la alameda de Marín con su aroma a churros, a mar y a la papelera de Estribela. En la tienda de Fina, apenas había lugar para aparcar y el coche de mi padre quedaba siempre pegado a las ventanas verdes y a unos poyos desde donde se veía cómo el sol se ocultaba en el océano. Una calma bucólica, rota, en ocasiones,  por los camiones del reparto y por los numerosos coches que iban y venían de Marín a Cangas, se iba adueñando de aquella curva mágica mientras se oían  las esquilas lejanas de las vacas y el canto de los gallos que no delataban la traición de nadie, que todo lo más anunciaban que la luz del faro de la Isla de Ons se acababa de encender. En la tienda de Fina, el tiempo se detenía para beber un vino grueso que dejaba manchadas as cuncas mientras los parroquianos les iban sacando punta a los políticos, al fútbol o a lo mal que estaba el campo aquel año.
         Al salir de la tienda de Fina, la noche ya se había adueñado de la parroquia de Ardán, pero en nuestro pensamiento ya estaba el día siguiente con su playa y sus olas, con las sardinas en el chiringuito de Loli y José  y con el Pino, el indescriptible bar de Lino, en donde se comía la mejor merluza de la ría de Pontevedra. Todos nos conocíamos en aquel ambiente familiar y entrañable.
         Desconozco si la tienda de Fina sigue abierta. No me atrevo a ir por allí porque me da miedo, como dice con acierto Gesualdo Bufalino, de que yo reconozca aquella tierra, pero aquella tierra no me reconozca a mí. Por eso sigo, desde Castilla,  entrando cada noche en la tienda de Fina para seguir viendo aquellos tarros gigantes de melocotón en almíbar que todavía me están esperando en los vasares más altos.


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