El
viajero se llega hasta Peñíscola atraído por don Pedro Martínez de Luna,
Benedicto XIII o el Papa Luna. De aquella lengua de tierra, istmo para los geógrafos,
que unía y une la población, surgida a la sombra del castillo templario, lo que eran huertos y naranjales nada queda
porque un turismo masivo e invasivo se lo ha cargado todo. La península en
donde está el castillo está cercada por hoteles de cinco estrellas que cuentan
con piscinas en la terraza y el viajero se queda pensando si a don Pedro, tan
frugal él, le gustarían estas barbaridades. Está convencido de que no, pero se
adentra por la muralla buscando el castillo. Un antiguo chalet con una higuera
le reconcilia con Peñíscola y las vistas de un anochecer desde las altas
barandas también. Hay un guía diciendo, ante la estatua del papa Luna o el Papa
del Mar como le llama Blasco Ibáñez, que las gentes medievales no tenían
médicos, sino que se dejaban curar por Dios. No sé dónde le han dado el título
de guía, pero no sabe ni lo que dice. Que Dios y el Papa Luna lo retengan en su
inodoro con una diarrea estival es lo primero que se le viene al veredero como
venganza de tanta barbaridad. Para rematar, un fulano vestido de Indiana Jones
hace restallar su látigo ante la iglesia y lanza cuchillos contra los
voluntarios que se ofrecen en sacrificio para seguir manteniendo el turismo.
Ante tanto horror, el viajero se sienta en una terraza y se toma un mojito. Eso
sí, como no es don Ernest Hemingway, su mojito es sin ron. Nadie le va a poner
una placa que rece: “Aquí se tomaba sus mojitos el veredero”, pero eso no tiene
importancia porque el mojito le refresca.
Ya entrada la noche, baja del castillo
y se toma un helado para el que hay que esperar una cola casi kilométrica.
¡Viva el turismo mediterráneo!
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