Cuando
el viajero llega a Vinaroz, Vinaròs en valenciano, un viento del mar muy cálido
para lo que se esperaba no le refresca del largo viaje en el que ha cruzado la
Mancha y parte de Valencia, en donde una lengua de fuego, resto de una ola de
calor, lleva la temperatura hasta los cuarenta grados. Decide bañarse en la
playa del Fortí, pero las aguas del Mediterráneo, que el viajero esperaba refrescantes,
son lo más parecido a un caldo de cocido
lebaniego de Espinama de Camaleño, y lo acaban de desesperar. ¿Para esto ha
venido a Vinaroz? ¿para bañarse en sopa lebaniega? ¡Ay, las aguas de Lapamán o
de Cádiz! Hasta tal punto llega la desesperación que está en un tris de subirse
en un tren y volverse a la Meseta Norte. Sin embargo, un ángel le hace quedarse
y esperar al día siguiente.
Cuando amanece, ya hay gente en la
playa bañándose y el viento está calmado. Esta tierra sigue sin gustarme –
piensa el viajero para sus adentros mientras se encamina al mercat cuya entrada
está por debajo de una torre alta de cristal que parece como un armario de
cajones. Cuando el viajero está a punto de acordarse de los alcaldes “modernos”
que se cargan la estética (y la ética) de sus ciudades por “un puñado de
euros”, se da cuenta que en su obnubilación no ha visto que ese edificio no es
el mercat, sino unas dependencias municipales que podrían ser también un monumento
al mal gusto de los políticos. Al mercat se entra por un pasaje que te lleva,
por un lateral del edificio de marras, hasta un edificio modernista que
congracia al viajero con la ciudad castellonense. El mercado es limpio, pulcro,
aseado, bien abastecido y al veredero se
le viene a las mientes aquello que decía el levantino Azorín de que por un
mercado se conoce a una ciudad y se le viene el mercado de Florencia o el de Orense sin ir más lejos. El primero, con
sus quesos y sus funghi porcini; el segundo, con esas láminas de plata que son las
anguilas. En el mercado de Vinaroz el
pescado es fresquísimo, pero carísimo y los ojos se quedan hechizados antes
esos langostinos cuya cola termina en una iridiscencia azul. Ya lo dice el
valenciano Sorolla en ese cuadro que se titula: ¡Aún dicen que el pescado es caro! Le han dicho que en los bares
del mercat te los cocinan, pero que hay que ir antes por lo que el viajero se emplaza
para otro día. La visita al mercado le recuerda a su infancia, cuando iba con
su abuela Patro al mercado de Alonso Cano en Chamberí en donde estaban las
pescaderías de los dos Tomases, el de arriba y el de abajo, ambos leoneses como
la mayoría de los pescaderos de los mercados madrileños que solían ser de familias
maragatas. También estaba la frutería de Julio y las verduras de Domingo y
Encarna que, siempre que iban a comprar, le regalaban al viajero una zanahoria.
Cuando el viajero sale por la puerta
principal del mercat de Vinaròs, se encuentra en una plaza con deliciosas
terrazas a la sombra y se toma un café. Luego, recorrer las calles de la villa
levantina. Al acabar este primer día, se tomará un vaso de horchata absolutamente
espectacular. Cosas de los años.
Por cierto, escribo mercat por darle un aire más valenciano
a la entrada.
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